Jueves 28 de Mayo del 2020

La importancia de creerse Kurt Cobain

dedicado a la memoria de Nicolás Valdés A Nirvana los conocí la primavera de 1999, a mis 12 años. Un día abrió la puerta de la sala de clases el inspector para presentarnos a una nueva compañera. Venía del Liceo Santa Teresita (que quedaba unas cuadras más arriba del mío, el David Trumbull) y llevaba […]

dedicado a la memoria de Nicolás Valdés

A Nirvana los conocí la primavera de 1999, a mis 12 años. Un día abrió la puerta de la sala de clases el inspector para presentarnos a una nueva compañera. Venía del Liceo Santa Teresita (que quedaba unas cuadras más arriba del mío, el David Trumbull) y llevaba en su mochila un parche con el rostro de Kurt Cobain. Yo ya había reparado, aquel mismo año, por MTV, en un videoclip filmado adentro de un gimnasio sombrío, donde estudiantes hastiados y porristas con la A de anarquía en sus trajes generaban caos en torno a una banda cuyo vocalista, con su rostro semioculto tras una larga y rubia cabellera, rompía la guitarra y gritaba: “Me siento estúpido y es contagioso”. Aún no lo sabía del todo, pero mi vida estaba a punto de hallar su rumbo definitivo. Daniela, la compañera nueva, me prestó entonces un cassette en vivo de Nirvana que era de su hermana, del que recuerdo una carátula verde que nunca más he vuelto a ver (al punto de que dudo realmente si este detalle es cierto). Cuando llegó el fin del semestre, me contó que la volverían a cambiar de colegio y pensé que sería fácil quedarme con su cassette. Pero era algo que simplemente no podía hacer, así que se lo devolví y no la volví a ver. Ese año pedí para navidad mi primera guitarra y un disco de Nirvana: el MTV Unplugged in New York

En 2001 llegó otro compañero nuevo al colegio, Nicolás Valdés. Venía del San Pedro de Nolasco y era melómano. Vivía en Santos Ossa, cerca del Parque Los Ingleses. Allí también vivía mi antigua profesora, Miss Erika Marholz (cuyo hijo había tocado una vez con su banda de rock en una kermesse del colegio), a quien entrevisté para un trabajo de Castellano y me dijo que le gustaba Pearl Jam. Con Nicolás aprendí a aguantar el hambre en los recreos, para gastar el dinero de la colación en discos que comprábamos, mediante sucesivos abonos, en la desaparecida disquería Black Box, en la galería Tres Palacios. Nicolás tenía, además, varios amigos músicos. Recuerdo, por ejemplo, uno que era baterista y que en su mochila tenía un parche de la banda hardcore punk crossover porteña Krápula, y otro que tenía una banda grunge llamada Sonido Confuso. Pero Nicolás no sólo era melómano (y metalero), sino también emprendedor, e hizo una lista a mano de todos los cassettes y cd’s suyos y de sus amigos ofreciendo copias a distintos precios. Íbamos en 8vo básico y por $500 obtuve mi primer disco de Sonic Youth, banda que conocí gracias a Nirvana. Era un cassette pirata del Dirty, que su amigo, el guitarrista y vocalista de Sonido Confuso, le había recomendado para mí. Ese mismo año fuimos a nuestra primera tocata, una kermesse en el María Auxiliadora de Playa Ancha, donde además de ver a Sonido Confuso vimos a Macha Muerta, de quienes ya tenía noticias de existencia tras oír nombrarlos a unos amigos de mi mamá y ver varios afiches en las calles.

En el año 2003, un viernes por la tarde después del colegio, me encontré camino a casa con un niño a quien no veía desde que jugábamos basquetbol en el Club Deportivo Cordillera e intercambiamos los cassettes Sandy & Papo I por Sandy & Papo II. Eso, tal vez, cerca del año 1996. Ahora aquel niño estaba tocando guitarra junto a otro chico y tenía un parche de Nirvana (y quizá uno de Pearl Jam) en su chaqueta. Yo ya había aprendido a tocar guitarra (me pasaba las tardes sacando de oído las canciones de Nirvana) y su amigo, el Memo, resultó ser un buen guitarrista, así que nos quedamos tocando los himnos del grunge, en la pileta (que ya no funcionaba) afuera del Café Hesperia, a un costado del Parque Italia. Fue tan divertido que decidimos volver a juntarnos y, al tiempo, armar una banda. El nombre del niño era Max Nogales, que en la banda sería baterista. Como yo era solo guitarrista debíamos encontrar un vocalista/guitarrista y un bajista, así que Max confeccionó a mano un pequeño afiche de “SE BUSCA” indicando nuestras influencias: Nirvana, Mudhoney, Sonic Youth y Pixies. Pusimos el afiche en la puerta de la Black Box, junto a otros similares. Recuerdo haber ensayado con un par de bajistas, pero ante todo recuerdo el día en que recibí una llamada de teléfono (teléfono de casa) de un chico que había visto el afiche y que decía cantar, tocar guitarra y tener temas propios. Quedamos de juntarnos. Lo hicimos un viernes por la tarde, afuera del Blockbuster de Bellavista. Fuimos Max, yo y la guitarra que me regaló mi abuela. Él llegó: traía puesta una peluca bajo un gorro, una guitarra y un cuaderno donde anotaba las canciones que ya sabía de Nirvana. Se las sabía casi todas. Su nombre era Claudio Manríquez, hoy más conocido como Jurel Sónico.

Para el año 2004 ya éramos una banda completa, entonces con Valeria Concha en el bajo y Vicente Gallardo cantando en un par de covers de Pánico. Nos llamamos Zapatilla Sónica y nuestra primera tocata fue en la Plaza Santa Margarita del Cerro Larraín. De allí recuerdo al Coton, un joven grunge del cerro que se mantuvo toda la presentación moviendo la cabeza junto a la batería. El resto es una historia que ya contaré.

Mirando en retrospectiva, por Nirvana supe lo que era el punk, el Hazlo Tú Mismo, las escenas musicales e incluso el feminismo. Aprendí también que la fama y el éxito, la industria, pueden ser mortales. Y en cierto modo, por querer ser como Kurt Cobain terminé siendo Gonzalo Sáez. Hoy me pregunto ¿habría sido posible que un joven de Valparaíso recibiera, como tantos y tantas desperdigados a través del territorio el mensaje si, como dicen los más severos, Nirvana no hubiera traicionado el under o el indie para firmar con una multinacional su masificación, es decir, la posibilidad de que un joven proveniente de una clase media baja trabajadora, con una familia desintegrada y con una clara sensibilidad de piscis, conquistara el mundo a punta de guitarrazos? Quizá, hay que venir de cierto lugar para entender a cabalidad ese sentimiento que es el grunge. Y quizá, no es desacertado lo que una vez dijo Lia Nadja: “al final, todos queríamos tocar Nirvana”. El perro, baterista de Falso, más drástico decía: “Todo es por Kurt”. Guillermo Ribbeck, realizador audiovisual, me escribió hoy, a propósito de un video que ha aparecido en facebook el día de ayer, rescatado de un VHS de un tributo a Nirvana realizado el 2004 en el Patria Vieja, lo siguiente: “Que bacán el material, cuando Chile era grunge. Sería bacán hablar de lo que significó el grunge para nuestra generación. En Chillán igual pegó. De hecho, me puedo aventurar en esta tesis: quizá, el grunge pegó aún más en la provincia”.

Afiche del 2005, Club Social de Agua Santa, Viña del Mar.

 

 

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